Resuenan los pasos en el parking desértico y silencioso donde se podía oír el agua pasando por las tuberías, sobresaltándolo de vez en cuando. Pocas veces en su vida había sentido el miedo que estaba experimentando en ese instante, conforme camina hacia el lugar que le habían indicado. No deja de mirar de reojo a las siluetas de los coches que quedan en penumbra a su derecha, pendiente de cada sonido que le envuelve. El parking no es grande pero la puerta del trastero, que se ve al fondo, parecía estar cada vez más lejos. Tarda en comprender que es él quién se mueve más despacio. Cuando pone una mano en el pomo, una descarga de nervios le sacude, poniéndole los pelos de punta. No da tiempo a su instinto y mueve la mano. La puerta cruje al moverse. Todo está oscuro y la luz no funciona, como en gran parte del aparcamiento. Antes de poder pensar en nada, un débil fogonazo le hizo parpadear. Segundos después la estancia se va iluminando de rojo. Lo bastante para ver qué tenía ante él. Es incapaz de sacar el arma. La figura humanoide lo mira indiferente con sus ojos rasgados. Él se fija en su enorme boca y en las garras de numerosos dedos que tenía por manos. Todo se rompe dentro de sí mismo.
Han perdido la lucha contra el virus, por más que lo habían intentado. Desgraciadamente, no le sorprende.
Como lo veían como un simple mercenario, los soberbios investigadores no se daban cuenta de que entendía más de lo que creían. Sabía que nunca bastó con matarlos. Debieron haber hecho más para evitar que la especie evolucionara en aquel ser que se convertiría en el exterminador de la humanidad.
Se miran por primera vez y supo que si salía vivo de allí, no volverá a ser el mismo