Agarré con fuerza su nuca para besarla con toda esa pasión que decía que le ponía a todo lo que hago en mi vida. Ella se quedó sin aliento y sin capacidad de reacción. También parecía que no quería separarse. No pude evitar sonreír triunfante.
Ya me daba igual todo. Quién era ella, con quién estaba comprometida y dónde estábamos metidas en ese momento.
–¿Desde cuándo?
Desde siempre, quise responderle. Desde que éramos niñas. Cuando todos podíamos ir a la misma escuela y no importaba cual era nuestra procedencia. Qué éramos.
Cuándo íbamos de la mano por la calle para que se sintiera segura. En las veces que se refugió en mi casa cuando quería huir de su realidad.
Nunca dejó de ser siempre, joder.
Sin embargo, solamente le dije, en mi línea habitual de los últimos meses:
–¿Y qué más te dará?
Me giré y me subí en la barandilla del balcón. Eché un vistazo rápido pero sabía donde tenía que aterrizar. Y quería mirarla una vez más. Retener su imagen todo el tiempo que fuera posible. Pensé que aunque no hubiera sido una semielfa, la habría seguido viendo como la más bella de todas las que había conocido a lo largo de mi vida.
–Vive. Y te lo diré
Tras esas palabras, un deseo que esperaba con desesperación que se cumpliera, salté al vacío mientras sacaba mis dos espadas. Un estruendo sonó a lo lejos. Las lágrimas salían ya después de tanto tiempo reprimiéndolas. Tal vez no saldríamos de aquella, podría pasar cualquier cosa. Y debería haberle dicho todo. Debería haberme quedado con ella, esa noche.
Caí limpiamente al suelo, con los mecanismos que habíamos desarrollado en los últimos años. Corrí, dejando atrás la fortaleza que protegía al príncipe ausente y a su prometida. Dirección al colosal monstruo que se perfilaba en el horizonte.
A una muerte casi segura. A una guerra que tal vez, entonces, no nos parecía que tuviera fin.